En una de las bocacalles de Campo dei Fiori que, entre otras cosas, es donde la santa Inquisición se cargó a Giordano Bruno, hay ahora un
take-away en el que venden litronas de cerveza. Entre las marcas que recuerdo, Becks y Heineken. Nada original, por otra parte. La Peroni, por ejemplo, le ha echado imaginación y en vez de las clásicas pegatinas ha lanzado diversos modelos que, calentando el ambiente para el inminente mundial de fútbol, recuerdan los títulos conquistados. Ahora se entiende por qué en España ni siquiera la San Miguel –que “donde va, triunfa”- se ha atrevido a hacerlo. Pero vamos, que ese no era el tema.
En la plaza un ambientazo de la hostia: que si porro por aquí, que si risas por allá. Y los carabinieri, señores, haciendo la vista gorda. O no, porque a lo mejor en la ciudad eterna no hay un carca como Gallardón. El caso es que entro en el take-away y elijo la litrona. La llevo a la caja y me encuentro de frente a una tía de estas que corta el hipo. Y yo allí delante, con mis tetas hinchadas por el síndrome premenstrual. La tía me sonríe mientras me dice el precio. Yo estoy sacando la pasta cuando me pasa la mano por la cintura para acariciar mi bolso:
- Qué suave. Y qué lindo– dice. Yo no pierdo comba y aparto la mirada de sus ojos felinos para dirigirla a sus manos morenas.
- Pues a mí lo que me gusta es tu anillo –le digo rozándole el dedo índice.
Sólo a la mañana siguiente deduje, supuse, que debía de tener las uñas largas.