El mejor regalo que me han hecho nunca es un anillo. No por su escaso valor económico sino por la utilidad que le doy en mis noches solitarias. La técnica me la enseñó Mimí: el único requisito imprescindible es que no sea simplemente redondo, sino que tenga una piedra. La mía es turquesa y cuadrada; pero esto es lo de menos.
Nada más verlo mi compañera de piso se quedó en bragas delante de mí y me propuso una siesta. Yo, tumbada en el sofá, miraba con extrañeza sus tetas rosáceas.
-Siempre pensé que con lo morena que eres tendrías los pezones morados-, le dije divertida.
-Ya ves que no. Pero son tan dulces como las moras-. No lo dudé un minuto. Con lo grandes que tenía los pechos se los habría llevado a la boca más de una vez...