La princesa manca
Aquella mañana Kikí caminaba asida a su bolso como si éste fuera una extensión de su amante, el apéndice imaginario que lo ligaba a él o el cordón umbilical a través del que se nutría. Le gustaba dejarse guiar porque eso presuponía depositar toda su confianza en él. Cuando lo conoció él le tomaba la mano constantemente y ella se acostumbró tanto que una vez lejanos le parecía tener una mano de más. Tal vez por eso necesitaba ocuparla constantemente por objetos que habían pertenecido al amante furtivo. Al principio se ataba el foulard que le había dejado. Por la calle Kikí se sentía observada y replicaba a la gente con la misma mirada extrañada. Tal vez pensaran que era una mano herida y, en cierto modo, así era; o que era una tía extravagante que sólo pretendía llamar la atención; o quizá no pensasen nada de nada y fuesen sólo figuraciones de Kikí.
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