You know?
Hoy quiero rememorar esos días lejanos en los que tenía clases interesantes a las cuatro de la tarde (hora intempestiva donde las haya, sobre todo para una chica tan sibarita como yo). En efecto, siempre que los compromisos me lo permiten suelo echarme la siesta. Pero entonces, ya digo, era llegar, comer y volver a irme. Bueno, no exactamente... Resulta que conviviendo al lado de un hombre eso resultaba un poco ilusorio, más que nada porque me agarraba por la cintura y conducía mi mano hasta su paquete casi en erupción. Y claro... una, que no es de piedra, se dejaba hacer y hacía. Que si camiseta por un lado y pantalones por otro; al final la habitación parecía una leonera y ni siquiera tenía tiempo para ronronear mimosa después del amor. Él, que era sobre todo mi amigo, me acompañaba a la facultad aunque luego se quedase deambulando por el campus y conociendo a otras pibas.
Yo entraba en clase, con la cabeza gacha, y me sentaba en las filas del final. Mejor sola que acompañada. Sentía la boca pastosa y el aroma dulzón que deja el semen. Cuando me acercaba el boli a la boca olía sin querer mis dedos y eso me hacía recordar lo que mi chico me había hecho gozar. En ocasiones, ocurría que mis pensamientos pecaminosos venían interrumpidos por alguna pregunta inclemente de la profesora. Casi siempre hacía el ridículo, dejando patente que aunque estuviera físicamente en clase, mi mente estaba en otra cosa. Sin embargo, cuando las cabezas de mis compañeros dejaban de posar sus miradas inquisitorias sobre mí y se giraban hacia el encerado yo me sentía contenta. Y no porque estuviera orgullosa de saberme un ser asocial, sino porque sabía que él estaría fuera cuando la clase terminara, y que correríamos como locos por las calles, y que me estrecharía nada más verme. ¿Sabes a lo que me refiero?
Yo entraba en clase, con la cabeza gacha, y me sentaba en las filas del final. Mejor sola que acompañada. Sentía la boca pastosa y el aroma dulzón que deja el semen. Cuando me acercaba el boli a la boca olía sin querer mis dedos y eso me hacía recordar lo que mi chico me había hecho gozar. En ocasiones, ocurría que mis pensamientos pecaminosos venían interrumpidos por alguna pregunta inclemente de la profesora. Casi siempre hacía el ridículo, dejando patente que aunque estuviera físicamente en clase, mi mente estaba en otra cosa. Sin embargo, cuando las cabezas de mis compañeros dejaban de posar sus miradas inquisitorias sobre mí y se giraban hacia el encerado yo me sentía contenta. Y no porque estuviera orgullosa de saberme un ser asocial, sino porque sabía que él estaría fuera cuando la clase terminara, y que correríamos como locos por las calles, y que me estrecharía nada más verme. ¿Sabes a lo que me refiero?
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