La androide
A veces Kiki tiene poderes. Como es un poco fantasiosa cree que si piensa profundamente en una cosa, podría acontecer. Eso es lo que pensó aquel domingo de invierno frente a la ventana de Loiret:
-¡Asómate! -. Pensaba para sus adentros. Después de un rato, alguien se perfiló tras las cortinas de la ventana. Kiki, en su mente, pensó que se trataría sin dudas de Loiret y siguió su camino satisfecha de sí misma. Algo parecido le ocurría con sus amantes. Acurrucada de costado en la cama cerraba los ojos muy fuerte y pensaba:
-¡Vamos, acaríciame! -. Si no surtía efecto, apretaba aún más los párpados y repetía el conjuro de nuevo. A Kiki no le importaba que sus amantes no fueran receptivos. De hecho, si sus deseos tácitos no encontraban respuesta, ella misma se acariciaba para suplir la carencia. Porque Kiki pensaba que ninguna carencia era buena y que su madre no había parido un pedazo de carne como ella para que sufriera o pasara hambre. Por eso trataba siempre de satisfacerse. Y para ello, se daba caprichos con los que disfrutaba un mundo, como los croissants pur beurre de la Señora Odette, los zapatos colorados que le prestaba su amiga Mimi, las canciones de la Piaf... Pero las veces que sus llamadas sugestivas encontraban respuesta, Kiki sonreía divertida y se volvía contra su amante para besarlo. Luego lo miraba fijamente porque la gustaba pensar que él sabría leer sus ojos. Además cuando más a gusto estaba con alguien era cuando no le hacían falta palabras para entenderse.
Sin embargo, había días oscuros en los que sentía rabia si no funcionaba su comunicación mística. Días en los que se enfurecía, recogía sus cosas y se marchaba dando un portazo ante las súplicas de sus compañeros. Bajaba las escaleras refunfuñando, colocándose los zapatos y la boina al salir a la calle. Si alguien tenía la mala suerte de chocársele en el camino ella lo gritaba sin contemplaciones, como una gata rabiosa. Caminaba por las calles haciendo resonar sus tacones, moviendo sus caderas con decisión. En esas ocasiones se sentía sombría y pensaba en un pasado mejor. En los afectos seguros y protectores de alguna historia caduca. En algún amante que había sido más que eso y que salió de su vida una vez. Entonces unas lágrimas cálidas le brotaban por las mejillas mientras el rostro se le contría en una mueca de payaso triste. La pintura se le corría pero a ella no le importaba que la viesen llorar. De hecho, en esos momentos estaba tan ensimismada en el recuerdo que no acertaba a reparar en los rostros que encontraba. Es como si viajara congelada a lo inamovible; como la androide de 2046.
-¡Asómate! -. Pensaba para sus adentros. Después de un rato, alguien se perfiló tras las cortinas de la ventana. Kiki, en su mente, pensó que se trataría sin dudas de Loiret y siguió su camino satisfecha de sí misma. Algo parecido le ocurría con sus amantes. Acurrucada de costado en la cama cerraba los ojos muy fuerte y pensaba:
-¡Vamos, acaríciame! -. Si no surtía efecto, apretaba aún más los párpados y repetía el conjuro de nuevo. A Kiki no le importaba que sus amantes no fueran receptivos. De hecho, si sus deseos tácitos no encontraban respuesta, ella misma se acariciaba para suplir la carencia. Porque Kiki pensaba que ninguna carencia era buena y que su madre no había parido un pedazo de carne como ella para que sufriera o pasara hambre. Por eso trataba siempre de satisfacerse. Y para ello, se daba caprichos con los que disfrutaba un mundo, como los croissants pur beurre de la Señora Odette, los zapatos colorados que le prestaba su amiga Mimi, las canciones de la Piaf... Pero las veces que sus llamadas sugestivas encontraban respuesta, Kiki sonreía divertida y se volvía contra su amante para besarlo. Luego lo miraba fijamente porque la gustaba pensar que él sabría leer sus ojos. Además cuando más a gusto estaba con alguien era cuando no le hacían falta palabras para entenderse.
Sin embargo, había días oscuros en los que sentía rabia si no funcionaba su comunicación mística. Días en los que se enfurecía, recogía sus cosas y se marchaba dando un portazo ante las súplicas de sus compañeros. Bajaba las escaleras refunfuñando, colocándose los zapatos y la boina al salir a la calle. Si alguien tenía la mala suerte de chocársele en el camino ella lo gritaba sin contemplaciones, como una gata rabiosa. Caminaba por las calles haciendo resonar sus tacones, moviendo sus caderas con decisión. En esas ocasiones se sentía sombría y pensaba en un pasado mejor. En los afectos seguros y protectores de alguna historia caduca. En algún amante que había sido más que eso y que salió de su vida una vez. Entonces unas lágrimas cálidas le brotaban por las mejillas mientras el rostro se le contría en una mueca de payaso triste. La pintura se le corría pero a ella no le importaba que la viesen llorar. De hecho, en esos momentos estaba tan ensimismada en el recuerdo que no acertaba a reparar en los rostros que encontraba. Es como si viajara congelada a lo inamovible; como la androide de 2046.
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