La pesadilla
Sostiene Kiki que ella no solía hablar con el hombre de los dedos a lo señor Burns, a pesar de que reconoce que éste pertenecía a su entorno profesional. Cuando lo veía entrar en la brasserie le pedía a su compañera que lo atendiera ella. En efecto, aquel extraño hombre le repugnaba y había decidido secretamente no tratarlo más de lo necesario. Pero él siempre encontraba la manera de abordarla: cuando escribía el menú en la pizarra de la entrada, cuando limpiaba las botellas de la vitrina, cuando preparaba las mesas, cuando salía del aseo... Sostiene Kiki que era un agobio constante, así que empezó a tramar su particular vendetta. Pensó en envenenar las omelettes a las finas hierbas que el hombre pedía día sí, día también. Pero lo descartó enseguida porque lo consideró peligroso. Después se le ocurrió invitarlo a beber hasta que muriera retorciéndeose como una sanguijuela. Ella le propuso el primer trago nada más entrar por la puerta. El hombre aceptó de buen grado, aunque para desgracia de nuestra musa no hacía más que pedir mariconadas: panachés, kir cassis y cosas por el estilo que abrazaba con sus dedos inmundos. Sostiene Kiki que su paciencia tuvo un límite y empezó a servirle puro tequila a palo seco, ni sal, ni limón, ni ostias. Al fin dieron las cuatro. La jornada laboral de Kiki había terminado así que entró en un cuartucho inmundo, se revistió de ella misma y se marchó del bar. Pero el hombre de los dedos a lo señor Burns le puso su mano derecha sobre el hombro y se dispuso a acompañarla. Sostiene Kiki que hizo un esfuerzo por no pegarle un tortazo en aquel mismo momento y entonces fue cuando lo pensó por primera vez. Según su versión de los hechos, lo invitó a subir a su estudio de Montmartre, en la calle Berthe. Ella subió los seis pisos de escaleras levantándose la falda, dejando al descubierto el culo embutido por unas medias de color púrpura. El hombre iba zarandeándose de un lado a otro de la escalera mientras la miraba como un obseso. Una vez que llegaron al apartamento de Kiki, ésta lo sentó en su futón y empezó a restregarse contra él. Lo hizo de manera sucia y despreocupada, como jamás lo hubiera hecho con un hombre que deseara de veras. Se agachó y le comió la polla a trompicones. Le mordió varias veces el capullo. Kiki quería herirlo. Quería destrozar a ese asqueroso ser. Pero no le concedería el placer de que se la metiese. Antes de eso cojió un pasador de hoja ondulada y se lo clavó siete veces en la cabeza. Sostiene Kiki que sueña este episodio reiteradamente desde hace poco más de cuatro meses.
1 Comments:
Una pesadilla preciosa con final feliz. Sólo mejorable con un arma más apoteósica, con un mayor festín de dolor y de sangre... El pasador en el cráneo, no sé, si acaso en el ojo.
Buena prosa, savante...
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